Hay momentos en los que me pregunto ¿qué hacemos hacinados en urbes sobredimensionadas respondiendo a leyes artificiales que hemos creado para satisfacer necesidades, no necesarias, que hacen que, poco a poco, acabemos siendo un poco más pobres, como mínimo de espíritu?
Leyes que defienden el derecho a la vivienda -buen propósito- que sólo se cumple, cuando se cumple. Y que no defienden a aquellos que, desesperados, acaban cayendo en el vacío psicológico y en algunos casos al vacío real con final trágico.
Leyes que nos obligan a hacer frente a pagos justificados e injustificados. Claro los injustificados a menudo superan a los primeros, ya que son necesarios para cubrir los desenfrenos de aquellos que por su ubicación en la sociedad tienen acceso a conocer las verdaderas reglas del juego que ellos mismos han escrito.
Leyes que permiten que un 20% o un 30% de la población o ...... (depende de ubicaciones) vivan en la extrema pobreza mientras otros nadan en la abundancia a costa de ........
Cuando te alejas un poquito de ese fantástico mundo civilizado que hemos construído a costa de sudor y lágrimas.
Cuando asciendes a una montaña -no hace falta que sea tampoco muy alta- .
Cuando escuchas el sonido del viento que refresca tu cara y te despierta momentáneamente.
Cuando ves salir a ese animalillo, de su madriguera, para dar la bienvenida a esos primeros rayos de sol.
Cuando adivinas a escuchar la voz de tu interior, esa a la que hacía tiempo no le prestabas atención:....
Entonces descubres que hay una Ley que está por encima de todas las otras. La Ley de la naturaleza.
La que nos mantiene unidos a la tierra y al aire... Aquella a la que raramente escuchamos. La que nos dice que somos mortales que buscamos algo mucho más que simple... La felicidad. Ese estado que sólo se consigue siendo consecuente contigo mismo, con tus actos y generoso con los que te rodean.
Si todos hiciésemos caso a esta ley, tan antigua como el mundo,.... ¡las cosas seguro que serían de otra forma!
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